Hoy San Petersburgo, mañana Estocolmo: crucero por el Báltico.

Ocho días de travesía por el Báltico y visitas exprés a cuatro ciudades monumentales: Estocolmo, Helsinki, San Petersburgo y Tallin. La escritora Marta Sanz relata su primera navegación como pasajera de uno de estos grandes buques.

Hacer un crucero es una experiencia de ciencia-ficción. Como estar en un Benidorm flotante o en un Marina-Waterworld. En el satélite donde se han quedado a vivir los humanos sedentarios de Wall-E. Aunque en este crucero imperase más la vigorexia. Por los salones desfilan niñas disfrazadas de princesas por un día; chinos que juegan a la ruleta; animadores con gorros de alce que chapurrean cinco idiomas y al despedirse gritan: “Chau, chau”; sexagenarias parejas amarteladas que se miran con arrobo mientras escuchan duetos melódicos que cada día entonan Strangers in the Night a la misma hora.

Soy una crucerista bisoña, pero durante ocho días entro en contacto con cruceristas profesionales: gente de todas las edades que acumula cruceros y recorre el mundo mientras charla no solo de si Palermo es más hermosa que Alejandría, sino también de si el embarque de los Royal Caribbean es más rápido que el de los Costa. Los cruceristas profesionales tienen dos reglas de oro: saber enseguida si te ha correspondido el primer o el segundo turno para la cena y contratar las excursiones inmediatamente para poder visitar las ciudades en las que se hace escala.

Partimos de Estocolmo. Visitaremos la ciudad a la vuelta. Al embarcar nos hacen una foto que ahora se exhibe con 2.000 fotos más en el puente tres. La compramos para que no esté expuesta demasiado tiempo: detrás del timón hemos salido bastante feos. Desde la terraza del camarote contemplamos los cientos de islas que adornan el Báltico a la salida de Estocolmo rumbo a Helsinki. El protocolo para realizar las excursiones es siempre el mismo: llegados a puerto, se nos pone una pegatina con un número y subimos al correspondiente autobús donde una guía nos proporciona datos culturales, sociales, históricos y económicos de la ciudad y el país visitados. Recorremos las ciudades dentro del autobús y, a veces, bajamos y seguimos a la guía, que lleva en la mano una paleta con el número de nuestro bus.

Helsinki

Nunca pensé que viajaría como una turista japonesa, pero me hace gracia y me dedico a hacer fotos de manera sospechosamente compulsiva. Helsinki me agrada mucho. Me gusta la zona del puerto; los barcos; cómo la ciudad, igual que la desnudísima estatua de la fuente de la sirena Havis Amanda, mira al mar; el Senado; la catedral ortodoxa y la plaza del mercado adornada con la columna de un águila bicéfala que expresa la relación que el pueblo finlandés ha mantenido siempre con el gigante ruso. Me encantan el caserío modernista y las modernas viviendas, los bulevares y la estación de ferrocarril. Son impresionantes los edificios proyectados por Alvar Aalto, como el Finlandia Hall y el Enso-Gutzeit, conocido popularmente como el “terrón de azúcar”.

Es ineludible la visita al monumento en honor de Sibelius: unos tubos que de lejos parecen un árbol de plata y vistos desde abajo constituyen un curioso racimo tubular. Nuestra guía nos lleva a la “iglesia de la roca”, cuyo interior sobresale por su acústica y su techumbre circular. La excursión dura cuatro horas. Queremos reservarnos para los días que nos esperan en San Petersburgo. Regresamos al barco y, si bien las cenas están servidas por camareros eficaces que nos ofrecen pantagruélicos menús, el bufé de la comida recuerda al metro en hora punta. Aun así, los amantes del dulce disfrutan mucho de los postrecitos.

San Petersburgo

San Petersburgo es una ciudad tan hermosa que tengo la impresión de que la he soñado. La grandiosidad del Neva y el color verde de la fachada del Palacio de Invierno. El arranque de la perspectiva Nevski, por donde deambulaban los personajes de Gogol y Dostoievski: las excursiones de los cruceros no sienten mucho interés por lo literario y no encuentro ninguna visita a la casa de Pushkin o Dostoievski. Me maravilla el entorno del antiguo puerto de San Petersburgo, con sus dos columnas rostradas de fuste rojo y el edificio de la Bolsa. La fortaleza de Pedro y Pablo, donde están enterrados los Romanov. Me cae simpática Elizaveta, que se casó con el cantante del coro enamorada de sus trinos.

Las excursiones petersburguesas borran minuciosamente el recuerdo de Leningrado —solo hay un detalle de la resistencia contra los nazis en el Ermitage— y se vuelcan en el pasado zarista con sus historias y su anecdotario erótico: la fundación de Pedro I, su obsesión por que San Petersburgo se asemejara a Ámsterdam, los canales y templos de inspiración holandesa, los amores de Catalina la Grande, que por lo que nos relatan debería haber sido apodada Catalina la Monumental… La visita al Ermitage resulta agotadora no solo por la belleza del continente y del contenido —madonas de Leonardo, inolvidables lienzos de Rem­brandt, hallazgos egipcios, babilónicos o asirios…—, sino por el hacinamiento. Se agradece la salida al exterior y la visita a dos espectaculares edificaciones religiosas: la catedral de San Isaac, en la misma plaza donde se sitúa el hotel Astoria y el palacio Mariinski, y la iglesia del Salvador sobre la Sangre Derramada… El colorido de sus cúpulas es alucinógeno y me vienen a la cabeza golosinas, casitas de chocolate, el brillo de mil lámparas maravillosas.

Nos llevan a comer a un restaurante donde nos ofrecen un menú típico: ensaladilla rusa, blinis con yogur y huevas de salmón, sopa y trocitos de carne a la Strógonoff. Todo regado con un champán que sabe a sidra y una copita de vodka que me reconforta mucho. Por la tarde, la ineludible visita a una tienda de souvenirs. Nos dejamos llevar por las circunstancias y compramos un par de camisetas y una de esas bolas que cuando le das la vuelta crea el efecto de la nieve. Llegamos muertos al camarote y con algunos malestares físicos, de modo que nos dirigimos a la farmacia del buque. En los barcos hay médicos —¿recuerdan al doctor Bricker de Vacaciones en el mar?— y sus visitas no son baratas. A bordo de un crucero casi nada lo es. Estamos tan cansados que decidimos ahorrarnos las charlas sobre cómo dejar de retener líquidos, las lecciones de bailes de salón o el bingo.

Cualquier vista del centro de San Petersburgo es magnífica. Cualquier perfil. Pero desde donde mejor se aprecia la magnificencia de sus construcciones es haciendo un pequeño crucero por el Neva y por los dos ríos/canales principales de la ciudad: el Fontanka y el Moika. Desde allí deslumbra de nuevo el equilibrio colorista del Palacio de Invierno; los bastiones de la fortaleza de Pedro y Pablo, que antes de ser mausoleo de zares fue lugar de detención de los prisioneros políticos anteriores a la Revolución de Octubre, y el Palacio de Mármol con el que Catalina agradeció a su amante Orlov su ayuda en el asesinato del plasta de su marido.

El crucero por los canales culmina con la visita al palacio Yusupov, donde asesinaron a Rasputín. La leyenda cuenta que Rasputín no se moría ni con el veneno, ni con los golpes, ni con los disparos. Solo dejó de respirar cuando lo arrojaron al Neva, en el que los petersburgueses no se bañan en verano para evitar el contraste térmico; sin embargo, en invierno hacen agujeros en la capa de hielo porque sumergirse en las gélidas aguas entibiece la sensación térmica de un exterior a 20 bajo cero. El palacio es hermosísimo y en él destaca su teatro, una bombonera rococó. Rojo y dorado. De recoletas proporciones. Nos vamos de San Petersburgo con la convicción de que regresaremos porque todo nos ha maravillado y somos conscientes de que, pese al celo de las guías, no hemos visto ni una décima parte.

Tallin

Otra de las ventajas de los cruceros es que te acuestas —en colchones comodísimos— y a la mañana siguiente ya estás en otro puerto y siguiendo a otro guía con otra paleta numerada en la mano. El guía de Tallin se llama Víctor. Le gustan los chistes. Es discreto respecto al pasado de Estonia como república soviética y nos hace un ameno recorrido por la ciudad alta y la baja. Vemos las emparejadas torres de Hermann el Largo y de Margarita la Gorda —todo nos hace gracia porque estamos de buen humor—, las murallas de fortificación, la catedral de Alejandro Nevski y la de Santa María… En la plaza del Ayuntamiento, un bonito edificio gótico, se encuentra la farmacia más antigua del Báltico. Callejeamos y atravesamos el pasaje de Santa Catalina, cuya autenticidad medieval le ha valido ser escenario de varias películas. Otra vez en el barco, bebemos una cerveza que nos sirve uno de los 900 miembros de la tripulación de este buque de 11 puentes.

Estocolmo

Cuando dejamos Tallin se celebra en el barco una de las dos cenas de gala. Una cena de máscaras (que cuestan unos 14 euros). Decidimos ir de gala, pero no enmascarados. A la mañana siguiente amanecemos en Estocolmo. Desde cualquiera de las islas que la integran las panorámicas son una postal. Nuestra guía es una chica boliviana que se las sabe todas. Nos pasea por la isla de los bohemios y allí nos muestra el moderno edificio donde Lisbeth Salander trabaja como hacker en Millennium. También nos enseña la escultura de una mano que conmemora la participación sueca en las Brigadas Internacionales. En la isla de los Animales se ubica el Museo Vasa: el buque naufragado es magnífico y fantasmagórico, pero lo que más nos impresiona es el moderno edificio diseñado para albergar esa joya náutica que protagoniza un episodio tragicómico de la historia sueca. El Palacio Real merece una visita, pero el Ayuntamiento sobrecoge por un exotismo que, para nuestra inteligencia, es casi una imposibilidad: el interior del edificio, diseñado por Westman y Östberg, emula una plaza italiana del Renacimiento. La sala, llamada Azul, es rojiza, de ladrillo visto. En la segunda planta, los mosaicos de la Sala de Oro evocan Bizancio. Es un lugar ajeno, enajenado, extemporáneo, una locura que levantó las iras de algunos holmienses pese al mosaico de la reina del lago Mälaren, que como una reina preside el espacio y simboliza la ciudad de Estocolmo.

La guía recrea la cena de gala de los Nobel: la bajada por la escalinata de los premiados, que se alojan siempre en el Gran Hotel; la precisión con la que cientos de camareros sirven las mesas. Podemos verlo, igual que nos representamos en el barrio del centro, Gamla Stan, la masacre que el rey Christian de Dinamarca perpetró en 1520 contra los nobles suecos. Solo se libró un Vasa que fundó dinastía. El horror tuvo lugar en la colorista plaza Stortorget, donde se encuentra el edificio de la Academia Sueca. Somos unos insensibles y, después de imaginarnos a los nobles pasados a cuchillo, nos vamos a comer albondiguillas suecas y filetes de reno. No nos sale tan caro como preveíamos. En el autobús, la guía nos señala la entrada del parque de atracciones y del Museo Abba. Nos explica el significado de la socialdemocracia y el amor de los suecos por las actividades al aire libre y los karaokes.

El Báltico es un mar que huele poco a sal. Las gaviotas nos han acompañado al zarpar y nos han avisado de la proximidad de tierra firme. Esta noche, cuando nos levantemos de la cama, se nos va a hacer muy raro no haber atracado en el puerto de otra maravillosa ciudad.

 

Marta Sanz ganó el Premio Herralde 2015 con su novela Farándula.

 

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Fuente: ElPais

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