Panamá: La Ciudad Vieja, Portobelo y el archipiélago de Bocas del Toro
La alegría y los ritmos caribeños acompañan el viaje por el pequeño país de Centroamérica, dividido por el canal que une el Atlántico y el Pacífico, entre paisajes tropicales de gran riqueza
Cuando hablas con panameños, descubres que muchos ignoran que su país existe por la construcción del Canal de Panamá. Naturalmente, saben que su presencia ha marcado la vida y la política del país hasta 1999, cuando Panamá recuperó el control, tras casi un siglo de controversias con los estadounidenses, y que sigue siendo uno de sus mayores activos. Y tampoco ignoran que Panamá vive también de los servicios de banca y seguros; de la zona franca de Colón; del abanderamiento de barcos; de la producción de cerveza, café, bananos o caoba, y del turismo, atraído por variados paisajes tropicales y una rica vida animal. Pero cuando visité las esclusas de Miraflores, cerca de la capital, en el océano Pacífico, no pude dejar de pensar en la increíble historia de la construcción del canal, narrada por David Mac Collough en Un camino entre dos mares.
En 1881, Ferdinand de Lesseps, el popular héroe francés que construyó el Canal de Suez, inició la aventura de unir los océanos Atlántico y Pacífico mediante un canal excavado en la parte más meridional del istmo centroamericano, en una región perteneciente a Colombia, país que le vendió los derechos de construcción. Fracasó, dejó atrás 20.000 muertos, y la imagen y la economía de Francia quedaron dañadas.
Theodore Roosevelt, deseoso de convertir a Estados Unidos en una potencia marítima, retomó el proyecto. El Gobierno colombiano quería beneficiarse de la compra de la Compagnie Nouvelle (heredera de los derechos de Lesseps y sus socios) por parte de los norteamericanos. Su reclamación carecía de base legal, y los estadounidenses no querían soltar un dólar de más. Punto muerto. Y aquí aparece un personaje fascinante, mezcla de héroe y villano, de genio y de encantador de serpientes, el francés Philippe Bunau-Varilla. Con el discreto pero determinante apoyo de Roosevelt, Bunau-Varilla, un ingeniero muy aventurero con intereses económicos en el canal, organizó la revolución nacional. Llegó hasta a proponer una bandera para el nuevo Estado. El 5 de noviembre de 1903 nació Panamá. Colombia se quedó sin una de sus provincias, sin comisión y sin canal. Los estadounidenses, con una eficacia y un tesón que demostró que su país era ya una gran potencia mundial, terminaron en 1914 una de las obras de ingeniería más impresionantes de todos los tiempos.
Ochenta kilómetros
Hoy, viendo la calma con la que los barcos pasan por las esclusas de Miraflores para iniciar un recorrido de 80 kilómetros que les llevará en unas 24 horas hasta el Atlántico, nadie diría que aquí hubo excavadoras que parecían monstruos de una novela de ciencia-ficción, fatales deslizamientos de tierra, miles de muertes por accidente, malaria, una revolución o bases militares estadounidenses. Ahora todo se reduce a un aséptico negocio: un velero paga unos 500 dólares (415 euros) por atravesar el canal, y un crucero de pasajeros, hasta 200.000 (es decir, alrededor de 166.000 euros). Veo cómo el buque Virginius, de casco negro y crema, entra en las esclusas que lo elevarán hasta el lago Miraflores. Las locomotoras o mulas Mitsubishi, de color plateado y aspecto marciano, se mueven sobre raíles de remolque y, unidas al buque mediante cables de acero, controlan su tránsito por las esclusas. Una voz cansina y monocorde narra la operación en español y en inglés. Y el Virginius se desliza por el lago, entre caimanes, rodeado de una frondosa vegetación, en un silencio sólo roto por el canto de los pájaros y los gritos de los monos aulladores.
Ciudad de Panamá y Portobelo
Panamá, que se desarrolla frente a la costa del Pacífico, es una ciudad de contrastes, marcada por las huellas superpuestas que ha dejado su larga historia. Limita al este con el canal, al norte con bosques protegidos, al oeste con la Ciudad Vieja -el primer asentamiento español- y al sur con la gran bahía. Los rascacielos del distrito financiero, los modernos centros comerciales, los hospitales construidos gracias a Teletones y las autopistas elevadas sobre el mar mediante pilotes, conviven con barrios humildes, la torre de la antigua catedral en ruinas, las casas de madera en tonos pastel legadas por los estadounidenses y el Casco Viejo, el barrio más pintoresco de la ciudad.
Tras el saqueo del pirata inglés Henry Morgan en 1671, los españoles trasladaron la ciudad a una pequeña península rocosa a los pies del cerro Ancón, al abrigo de los ataques. Pasear hoy por las calles adoquinadas del Casco Viejo, entre conventos semiderruidos, panameñas mestizas o de color haciendo recados en chanclas con alzas, amplias plazas, niños gritones yendo al colegio, iglesias encaladas y casas señoriales venidas a menos, con los pelícanos al fondo lanzándose en picado al océano, es una delicia. Se han restaurado un centenar de inmuebles, y sus limpias fachadas de colores pastel e interiores con patios ajardinados o escaleras de mármol con pasamanos de caoba chocan con las fachadas ajadas de las casas humildes, en cuyos balcones se amontonan bicicletas, pantuflas, flores, ropa tendida, antenas de televisión y sombrillas. A un hombre le están afeitando la cabeza en la calle, y, no muy lejos, cuatro tipos socarrones juegan al dominó sentados sobre cubos de plástico amarillos. Bromeo con ellos, y me alegro de compartir el idioma, que no es poco.
Una excursión agradable consiste en cruzar el istmo e ir a Portobelo, a un centenar de kilómetros, en la costa caribeña. Desde un mirador, sobre las ruinas del fuerte de Santiago de la Gloria, que domina la entrada de la bahía, se disfruta de una bonita vista de Portobelo, aquella ciudad portuaria que fue "cueva de ladrones y sepultura de peregrinos" en la época del Imperio, cuando llegó a tener un centenar de viviendas. Ahora es un pueblo pequeño de casas con cubiertas de cinc verdes y rojas, en el que destacan la iglesia y el edificio de la Aduana. En la bella iglesia de San Felipe Neri se encuentra, tras una urna de cristal, el Cristo Negro, de rostro estrecho y ojos alucinados, vestido de terciopelo morado.
En la Aduana o Contaduría Real, construida en 1630 con mampostería y ladrillo, se guardaban los tesoros y mercaderías que partían en los galeones hacia España. Por las tranquilas calles de Portobelo se ven niños jugando al fútbol o a la rayuela, una mujer con papel albal en la cabeza para preservar su teñido, bicicletas, unos hombres tomándose una cerveza Atlas, vuelan las golondrinas y se oye salsa desde los altavoces de un potente 4×4.
Nueve islas
Al noroeste de Panamá se encuentra el archipiélago de Bocas del Toro, que comprende nueve islas y múltiples islotes, y cuyos habitantes son los indígenas ngobe y los descendientes de los emigrantes afrocaribeños, chinos y de otros lugares, que llegaron con la fiebre del banano. Al pueblo de Bocas del Toro, al sur de isla Colón, se llega en avión, sobrevolando el mar Caribe y sus islas con arrecifes de coral. Allí, paseando junto a casas de madera de colores levantadas sobre pilotes cuando dan al mar, uno se cruza con lugareños, que charlan entre risas.
En lancha se pueden realizar magníficas excursiones por la zona, surcando las aguas claras del Caribe, admirando las rompientes donde hay barreras de coral, y bañándote en las solitarias playas. Es muy recomendable una visita a isla Pájaros, un farallón tapizado de palmeras, árboles y arbustos, con entradas de agua entre las rocas y sobrevolado por fragatas, piqueros y rabijuncos de larguísima cola blanca. Y también, para acabar bien el viaje, acercarse al bar Barco Hundido, pedirse un ron Abuelo con coca-cola y disfrutar de la alegría y de la capacidad contorsionista de los panameños al son de música funky, salsa o merengue.
Nicolás Casariego (Madrid, 1970) fue finalista del Premio Nadal 2005 con la novela Los cazadores de luz.
Fuente:El País