Relato de Viajes: «Envejecer es como escalar una gran montaña», haciendo trekking en el Himalaya con 75 años

A mediados de Octubre de 1978, cuando estaba realizando mi travesía de cinco meses por el Himalaya, desde Cachemira y Ladakh hasta Sikkim, pasando por el norte de la India y Nepal, una gran nevada nos hizo retirarnos, a mi porteador y a mí, cuando estábamos llegando al Santuario del Nanda Devi (Diosa Nanda), la montaña más alta (7.816 metros), sagrada y bella dentro del Himalaya indio. Un santuario -en el sentido de lugar de refugio y protección- que permaneció inviolado hasta 1934. Nos hallábamos dentro del llamado Santuario exterior, un anillo de montañas de siete mil metros, y para acceder a él habíamos atravesado, dos días antes, un difícil puerto de 4.600 metros de altitud, único acceso al citado santuario. Si seguía nevando, el puerto quedaría cerrado y nosotros atrapados para todo el invierno, es decir para siempre jamás. Conservo grandes recuerdos de aquel trekking, en parte fallido, por uno de los lugares más recónditos y bellos de Asia.

El pasado 25 de octubre cumplí 75 años -¡increíble pero cierto!- y para celebrarlo un mes antes me fui a la India para volver a recorrer aquellos parajes y llegar hasta el lugar del Santuario y la cueva en que dormí aquella noche anterior a la nevada. Esta vez no me he conformado con un solo acompañante, sino que he ido con guía, cocinero y dos porteadores; tanto por imposición de las autoridades que rigen la ahora reserva mundial de la Biosfera del Nanda Devi, como por mi propia seguridad.

De Delhi a Josimath

Acabo de llegar a Delhi, ocho de la mañana. Solo pienso en el regazo de la diosa Nanda. Ella es el motivo de mi viaje.

En mi primer viaje a la India, en 1977 -este es ya el quincuagésimo-, desde el aeropuerto a la capital todo eran campos, vacas, carros, algunos taxis Ambassador y familias acampando en las cunetas de la estrecha carretera. Ahora son autopistas llenas de barreras y policías, pasos elevados y un metro express supermoderno abriéndose paso entre los descampados a medio urbanizar y los edificios construidos por los "poceros" locales y otros promotores de mayor o menor rango.

Tengo billete para el tren de las 11.30 a Haridwar, pero en lista de espera (número 18). Mi vecino indio en el avión me ha tranquilizado. Con ese número seguro que me dan asiento. Reservan un montón para políticos, militares y vips. Un joven y alocado taxista me deposita en la estación del viejo Delhi con mi gorda mochila: saco de dormir, colchoneta inflable, lo mínimo de ropa (otro pantalón, dos camisas, dos mudas un jersey, par de guantes y rodilleras para los descensos) montón de medicamentos (tensión, infecciones, mal de altura, artrosis, diarreas…) una tableta de chocolate negro y 200 gramos de jamón ibérico. 12 kilos en total. En la mochila pequeña llevo las dos cámaras, accesorios, papeles y las cien páginas, de las mil quinientas de la guía Footprint, dedicadas a Delhi y a la zona a donde voy; en la bolsita cinturón, pasaporte, tarjetas y dinero. Además de ello, y a 35º C, el grueso y viejo anorak de verdaderas plumas de ganso abrazado contra el pecho. ¡El calor que da mientras asciendo las escaleras hasta las taquillas!

"Namaste". "No problem". Tengo asiento. Pero estoy agotado por el esfuerzo de subir las escaleras con toda la impedimenta. Ahora necesito cambiar dinero. Tras preguntar a media docena de indios de los que me rodean desde que he bajado del taxi, consigo saber que la consigna está al otro lado de las vías. Hasta allí voy con un porteador para dejar la mochila. Tomo al taxista más espabilado camino del market, donde hay un banco, mas apenas iniciado el recorrido el honrado sujeto me dice: "Pero hoy es domingo, banco cerrado".

Hay un cajero en la estación, pero no funciona; otro en la otra punta. Solo da 2.000 rupias (unos 30 euros). Lo manifiesto al securata y este, muy servicial, me enseña como sacar 13.000. Se lleva propina. Entre dimes y diretes, subidas y bajadas es la hora del tren. Recojo mochila. En el panel no aparece Haridwar. Pequeño pánico, pero recibo ayuda. Es el Indore Express, de donde viene; en mi billete pone Dehra Dun Ex.

Vagón de segunda, literas. Cuatro en cada compartimento y otras dos superpuestas entre el pasillo y la ventanilla. Tengo la de debajo. El convoy lleva ya dos días viajando. Restos de comidas, cristal roto, cortinillas sucias y a jirones. Peor que hace treinta años, pues son los mismos trenes, los que dejaron los británicos, pero mucho más viejos. Dormiría si no fuera por los chillidos y las correrías de los dos niños del compartimento de enfrente. ¡Maravillosa India!

En Haridwar me espera Rani, mi taxista contratado por Internet, hoy para Rishikesh; mañana para Josimath, la base de mi trekking. Es igual que el Ghandi de la película en físico y en amable agudeza. Rishikesh es el supermercado de la espiritualidad desde que los Beatles vinieron a un curso de meditación con el gurú famoso del momento. Clases de yoga, meditación y danzas sagradas para indios y occidentales en busca del alma perdida en ashrams, mitad hoteles, mitad templos, llenos de Sivas, tigres y espiras en los bordes del sagrado Ganges, recién surgido del Himalaya. Y, en los últimos años, también, capital india del rafting. Mi hotel está junto al río, pero alejado del bullicio. Baño caliente, cena y a dormir. Llevo treinta y dos horas de tute. ¡Claro que eso no es nada para lo que me espera en el Nanda Devi!

A la mañana siguiente me doy una vuelta por el río y hago algunas fotos. Estaré un día entero a mi vuelta. A las ocho en marcha hacia Josimath. El paisaje es muy hermoso. La carretera discurre colgada de las empinadas montañas y a trescientos metros por encima del río. Bosques todavía muy verdes, monos saltando entre los árboles y las inevitables vacas -road inspectors las llaman los conductores indios- tumbadas o paseando por en medio del irregular asfalto. Hay pueblecitos de colores asentados en las laderas y templos blancos coronando las colinas. Hay mucho tráfico. Es la época del Yatra, la peregrinación anual a los cuatros templos situados en las cabeceras de los ríos que forman el Ganges. Pronto llegamos al primer desprendimiento que corta la ruta. Los monzones se han retirado hace solo unos días y sus torrentes destripan el terreno. Una pala mecánica arrastra hasta los bordes rocas y tierra mientras esperamos. Luego, todos a una, desde ambos extremos, quieren pasar primero. Camiones, autobuses, coches y motos se rozan y se quitan el sitio a golpe de bocina. Pero nadie se molesta.

Josimath, después de treinta años, sigue con el mismo aspecto: despendolada en medio kilómetro de ladera abajo hasta el río. La carretera es su calle principal; solo que ha triplicado su longitud de una punta a otra. Tiendas y tiendas a ambos lados, una de cada cuatro vende móviles, al igual que en el resto de la India, mientras camiones, taxis colectivos y resto de carruajes se abren paso entre la muchedumbre con el sonar de sus bocinas. Y todo muy pacífico.

Al día siguiente en un taxi colectivo, diez personas en cinco plazas pero me ceden la ventanilla delantera, voy a Badrinath, uno de los cuatro templos más sagrados de India pues allí, a los pies del afilado Nilkhanta, nace el Alaknanda, uno de los citados ríos. Tras la visita al colorido y atiborrado templo y hacer sonar la campana de la entrada para que aleje de mí los espíritus malvados, me lanzo montaña arriba para probar mis piernas. Tras tantas horas de avión, tren y carretera, me encuentro ahora en mi elemento. Hay algunos shadus (monjes errantes) viviendo en chozas de piedra o bajo una roca coronadas por banderas rojas cerca del sendero. Intercambiamos saludos y sigo ascendiendo. Me siento todavía joven, pero he de reconocer que con mucho más esfuerzo. Como decía Picasso: "Cuando me dicen que soy demasiado viejo para hacer una cosa, procuro hacerla enseguida".

El Trekking

Por la tarde, Nandu, mi guía para el trek, viene a verme al hotel. Joven, sonriente, educado, moderno y con un inglés excelente. Muy buena impresión. Me cuenta la intendencia preparada para nuestra marcha por las montañas. Sigo aclimatándome a la altitud. Por ello al otro día me voy a Auli (a 3.000 metros), unas praderas encima de Josimath recientemente convertidas en una estación de esquí. Hace 33 años subí a pie, pero ahora lo hago en taxi y me quedo a dormir una noche en uno de los hoteles, el situado más alto. Desde él he subido un par de horas más a través de un magnífico y solitario bosque, casi encantado, hasta una ancha pradera para hacer unas fotos del Nanda Devi pues "The Eternal White Divine Queen of Kumaon", como por aquí la llaman, se ve radiante y maravillosa.

DÍA 1

A la tarde siguiente el hermano de Nandu nos lleva en su cochecito hasta Winter Lata: una docena de casas en la carretera camino de la frontera con Tibet. De allí un hora y media de subida hasta Summer Lata, en rigor sus pobladores pasan la mayor parte del año en él. Casas de piedra con galerías de madera pintadas de azul. En un patio a cielo abierto encuadrado por varias de estas casas nos recibe el jefe del pueblo. Durante 40 años ha acompañado como guía o porteador a las expediciones por las montañas del macizo del Nanda Devi, pues este pueblo, a 2.370 metros de altitud, es la base de partida.

Le pregunto por Udai Singh, el porteador que me guió en mi trekking de 1978. Fue un magnífico compañero. "Se lo llevó la corriente del río, en 1998, cuando intentaba vadearlo", me responde. Y me deja tan sorprendido como desilusionado. Me hubiera gustado mucho darle un abrazo. Lo siento, realmente. Le enseño ahora las fotos de una mujer joven y de un niño que tomé entonces; ella acarrea hierba; el niño, un fajo de leña sobre el hombro. Las fotos pasan de mano en mano pues se nos han juntado algunas mujeres. "Ella murió hace cuatro años de una afección cardíaca". "Era muy buena y muy guapa", me dicen. También reconocen al niño. "Vive aquí cerca". Nos vamos a verlo y recibe con incredulidad su foto de cuando tenía cinco años. Entonces era una monada; ahora no parece el mismo.

Uno de los momentos más peligrosos del trek es bajar, escalones de medio metro, después de cenar y en plena oscuridad, a la caseta con tres catres, propiedad del jefe, donde voy a dormir.

DÍA 2

A las 8.30 emprendemos la marcha después de una visita al templo local, como no, dedicado a la diosa Nanda. Nos acompañan tres jóvenes porteadores, un poco excesivo me parece, pero luego comprobaré que llevan mucha comida y de peso. Me quieren tratar bien y ellos tienen muy buen saque. Uno hace de cocinero. Sendero fácil a través del hermoso bosque de encinas, rododendros y coníferas para comenzar, pero luego se empina bastante; lo peor son los escalones hechos de piedras grandes para impedir la erosión del terreno con las lluvias monzónicas. Sin embargo, me reencuentro con mis siempre queridas montañas y gozo de la belleza, de la soledad y de ese sentido de misterio que los grandes bosques salvajes proporcionan, con los claroscuros de luces y sombras creadas por los rayos solares, su profundo silencio y sus inesperados e inescrutables sonidos.

Llegamos al lugar de acampada poco después de las 12.00, tras atravesar un ancho torrente por encima de las piedras puestas ad hoc. Podíamos haber llegado antes pero me he parado un buen rato con un par de belgas de unos 55 años, que viven en Laos, a cambiar impresiones. Me dicen que no han pasado de Lata Kharak -mi etapa de mañana- y que la última hora de subida se les había hecho muy dura. No se han atrevido a llegar hasta el Dharansi Pass pues uno de ellos tiene la tensión alta.

Mi equipo me ha colocado la tienda en un promontorio herboso que sobresale de la ladera y ofrece un hermoso panorama sobre el río, casi mil metros más abajo, el pueblo y un amplio semicírculo de montañas. Ellos se acomodan en una cabaña medio derruida de pastores. Me tomo la tensión: 16,7/10,6, al igual que ayer tarde. Estoy para ir al hospital. Me tomo un Tarka y hago 20 minutos de ejercicios respiratorios. Me baja a 13/8.

DÍA 3

Me despierto a las 6.00. La tensión me ha vuelto a subir. Tarka y ejercicios; pero no baja. No salgo del saco hasta las siete, hora en la cual me traen el desayuno. Unos huevos revueltos saladísimos que no puedo comer, cereales con leche, chapatis con mermelada y un par de plátanos. Tengo una tienda de cuatro plazas muy ligera, más propia para la playa que para la montaña. Salimos cerca de las 9.00 a causa de mi voluntaria parsimonia para recoger todas las cosas desparramadas por la tienda. Ascensión penosa, muy pendiente aunque seguimos por el bosque. Al cabo de un rato he de detenerme cada 50 metros a tomar aire. La altitud empieza a notarse. Paramos una hora para almorzar, chapatis con jamón y un tetrabrik individual de zumo. Sigo con la tensión muy alta y empiezo a preocuparme. Poco después de las 14.00, tras los innumerables zigs-zags del camino llegamos a Lata Kharak, 3.800 metros, 900 de desnivel en cuatro horas. No está mal.

Nos alojamos en una estupenda cabaña de madera con cuatro habitaciones totalmente desnudas, propiedad del Servicio Forestal, situada bajo la cresta justo en el límite superior del nivel de los bosques. Hablo por el móvil con mi mujer Bárbara y mi hija Cristina -¡increíble, cobertura en estas alturas!- y las tranquilizo. Me tumbo una hora; hago mis ejercicios y ¡oh sorpresa! La tensión me ha bajado a 12/7. Parece que me estoy aclimatando muy bien a la altitud. Antes de cenar hablo con tres indios jóvenes de Bangalore, los otros habitantes junto con sus porteadores de la cabaña. Solo uno ha llegado con su guía hasta el Dharansi Pass; los otros se han vuelto ante las gargantas de Satkhula. Les han parecido peligrosas y estaban cansados. Hace un frío de narices. Ceno una sopita estupenda de cubito con verduras. Duermo totalmente vestido, con anorak y todo, dentro del saco. Lo mismo haré las noches siguientes.

DÍA 4

El día siguiente lo dedico a hacer una excursión, junto con Nandu hasta una cresta, límite del santuario exterior, desde la que se tiene un buen panorama de este, de la profunda garganta del Rishi Ganga en el fondo y de los picos que la circundan. Durante buena parte del trecho no hay camino y hemos de ascender y descender por rocas y entre piedras, pero es un excelente ejercicio, amén de las estupendas vistas de las cumbres blancas de nieve del orondo Bethartoli Himal, las tres escalonadas del Trisul -el tridente de Shiva- y la pirámide del Nanda Devi, poderoso señor dominando a todas ellas. En total unas cinco horas a cuatro mil metros de altura. Volvemos a dormir en la cabaña, mi tensión se mantiene normal y yo dispuesto a la jornada del día siguiente.

DÍA 5

De esta tenía un recuerdo muy alejado de la realidad. Ya el bosque ha terminado y el camino se abre paso entre altas hierbas rojizas, pedruscos y rocas al bies de la ladera hasta el paso de Jhandidar. Estamos, al igual que ayer, en plena montaña, solos con el cielo y las cumbres nevadas. Fotografío a contraluz, para que el sol haga semitransparentes sus pétalos, unos extraños lotos del Himalaya y, también, a los tres porteadores sobre una cresta con sus siluetas recortadas contra el cielo azul profundo.

Paramos una hora en el paso para descansar y comer. El Dunagiri a nuestra izquierda y la enigmática Nanda Devi al frente nos contemplan al final del desabrido paisaje. Las nubes comienzan, como cada día, a abrazarlos. Respiro con fruición. Por el momento aguanto. Cansado pero a gusto. Nuevamente una chapati gruesa y fría, dos patatas medio cocidas, frutos secos y un plátano verde, pues con este frío no maduran; menos mal que mi jamón ibérico arregla el condumio.

Allí mismo empiezan las siete gargantas de Satkhula. No las recordaba tan ariscas. Cerca de un kilómetro, casi dos horas, de continuo sube y baja entre 4.500 y 4.600 metros atravesando gleras, ascendiendo rocas y salvando pasos sobre los precipicios con lajas de roca pizarrosa estratégicamente colocadas por los pastores de Lata. Recordaba los gozos del caminante pero había olvidado las dificultades de este camino. Aquí, en el trekking de 1978, presenciamos como se despeñaba un porteador de una expedición de regreso del vecino Dunagiri, en la que los dos sahibs norteamericanos habían desaparecido durante su escalada.

Evoco aquellos momentos de angustia. El recuerdo de esas tragedias me acompañó entonces durante el azaroso camino de regreso entre la nieve. Pero hoy mis porteadores tienen el paso firme y yo soy consciente de mis limitaciones. No voy a ir saltando de piedra en piedra como una de esas cabras azules, bharales, que hemos visto pastando al subir.

Tras el paso por las gargantas, un largo y gradual descenso, nuevamente entre altos hierbajos y piedras desparramadas, nos conduce hasta el Dharansi Pass. Tras ocho horas de esfuerzo, estoy rendido. El sol y todas las cimas se han ocultado tras las nubes y estas, incluso, cierran el fondo del estrecho valle. El paisaje se ha vuelto triste y el ardor de la mañana se ha convertido en un único deseo, llegar a esa mancha azul: la tienda, que los porteadores han colocado justo antes de la cresta que define el paso. Se levanta la neblina y el sol del atardecer calienta mis últimos pasos.

Tras el consabido té, me siento en la puerta de la tienda. Gozo del espectáculo y de saber que lo más difícil ha pasado. La tierra es ahora roja, al igual que el cielo del crepúsculo. En un lento tirabuzón sube el silencio hasta aquí acompañando a las nubes desde los lejanos valles del mundo, a enraizarse y permanecer, y con su frondosa copa a sombrear esta soledad querida mientras espero la cena, la noche y el reposo.

DÍA 6

La mañana del sexto día del trekking me encuentra bastante descansado. Mi plan es bajar hasta Dibrugheta, en el fondo de la garganta, y dormir en la cueva donde lo hice en 1978. Pero, desgraciadamente, está prohibido acampar en el interior de la reserva. Intento convencer a Nandu. "Los porteadores se pueden quedar aquí y bajamos solo él y yo", le propongo. Pero no se decide. Si un guardia nos descubre o las autoridades posteriormente se enteran, le retirarán su permiso de guía. Así que me conformo con subir hasta la cresta y fotografiar el entorno. Un espolón frente a mí tapa buena parte de la cara del Nanda Devi. Pero me siento colmado con estar frente a la montaña de mis sueños. ¡Ya nunca llegaré más cerca! ¡Quién sabe! También en 1978 no pensaba volver.

Creo que entonces no pensaba mucho en mi futuro, ni en nadie. Solo presente. Hacía poco más de un año había dejado mi trabajo "serio" y ni por asomo imaginaba en que mi nueva profesión iba a ser recorrer el mundo y contarlo con una cámara y una pluma. Si entonces no había dejado ataduras a mi espalda, ahora tenía los brazos de Bárbara y Cristina esperando mi regreso. ¡Era bonito pensar en ello!

Son más de las 9.00 cuando vamos a emprender el regreso. Creo que va a ser mucho trote volver hasta Lata Kharak. Más de una hora que ya he estado yendo y viniendo y las ocho que quedan. Así que pido a Nandu que él y yo acampemos a medio camino. Podemos llevar desde aquí cinco litros de agua y compartir la tienda. Ya encontraremos un sitio para plantarla. Los porteadores pueden seguir, como previsto inicialmente, hasta la cabaña de Lata Kharak.

De nuevo, tras la primera larga subida, la dura travesía de las ásperas gargantas de Satkhula, a ratos envueltos en la niebla. Tras el paso de Jhandidar, como ya casi todo es descenso, decido continuar. Nuevamente, durante las dos últimas horas tengo que parar, primero cada veinte minutos, luego cada diez. Cuando diviso las rocas coronadas por banderas de color naranja que anuncian la cabaña, algo más abajo, me siento un buen rato para despedirme de las grandes montañas. Pienso que envejecer es como escalar una de ellas: mientras se sube las fuerzas disminuyen, pero la mirada es más libre, la vista más amplia y serena.

DÍA 7

Al día siguiente, de un tirón, descenso a través del bosque hasta el pueblo; luego hasta la carretera. Para llegar hasta ella, última aventura. Nandu toma un alcorce y nos encontramos encima de un muro con el suelo tres metros más abajo. El salta, pero yo no me atrevo. Mis sufridas rodillas pueden no resistirlo. Así que se pone de espaldas al muro y desciendo pisando sobre sus hombros y las palmas de sus manos. Poco después estamos en Josimath. Despedidas, abrazos y propinas para Nandu y su equipo. Y yo feliz, contento, orgulloso de lo realizado. Me siento más joven. Ya bajando por el bosque he pensado en mi trekking del próximo año. ¿O lo guardo para cuando vaya a cumplir los ochenta?

 

 

 

 

 

Fuente:ElPais

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